Guillermo Gomez-Peña

Publicado: octubre 8, 2012 de lapulgabionica en Artes, Articulos, Fotografia, Geopolitica, Mexico, Subcultura

Guillermo Gómez-Peña es performer, escritor y director de La Pocha Nostra. Su trabajo pionero explora temas trans-cutlurales, inmigración, las políticas del lenguaje, “cultura extrema” y nuevas tecnologías. Una frase corre atravez del trabajo de Guillermo Gómez-Peña’s: cruzando la frontera.
Los numerosos proyectos en teatro, instalacion de video, y escritos en general se centran en un ataque inspirado contra las definiciones categoricas de la identidad, especialmente los que recalcan la etnicidad, genero y politicas. El trabajo de peña a obtenido etiquetas como «tecno-arte-etnico»  asi como «Chicano Cyperpunk performance» pues busca remplazar estos simples etiquetas de identidad con fuertes preguntas sobre la naturaleza de ellas.

En la voz misma de Gomez peña:
Traducido por  Rosa Helena Santos Ihlau
Salí de la Ciudad de México en 1978 para ir a estudiar arte en California, «la tierra del futuro» como la veía mi generación perdida. Demasiado joven para ser un hipiteca y demasiado viejo para ser punketo, yo era un rebelde partido en dos, un escritor y artista que no encontraba espacio para respirar en la cultura oficial sofocante de México. Allá los cárteles del arte y la literatura estaban estructurados al modo de la jerarquía eclesiástica y tenían que rendirle cuentas a un jefe intocable que era el arzobispo y el árbitro definitivo de lo aceptable como «alta cultura» y «mexicanidad»: Don Octavio Paz. 

En aquellos días la identidad en México era una estructura intrísecamente unida al territorio y a la lengua nacionales. Un mexicano era alguien que vivía en México y hablaba español como mexicano. Punto. No existían otras alternativas para ser mexicano. A pesar de nuestra distinta apariencia, diferente color y hasta pertenencia a diversas razas, el mestizaje (la raza mezclada) era el dictum oficial y la narrativa magistral. Nos gustara o no, éramos los hijos bastardos de Hernán Cortés y la Malinche, producto de una violación colonial y una cesárea cultural, condenados eternamente a arreglárnoslas con nuestro trauma histórico.

Los millones de indios, los protomexicanos originarios, eran presentados o descritos como si vivieran en un tiempo y un espacio paralelos (y míticos) fuera de nuestra historia y sociedad. La jerga indigenista paternalista del gobierno y la intelligentsia reducía a los indígenas a especímenes etnográficos infantilizados y pintorescos, como si estuvieran subvencionados por el Ministerio de Turismo y el National Geographic. Su imagen fotográfica, su folclor y su tradición eran «nuestros» pero no su miseria, su desempleo y su deseperación. No es sorprendente que muchos eligieran abandonar el país.

Quienes se atrevían a emigrar «al otro lado» se convertían inmediatamente en traidores, mexicanos inauténticos y bastardos destinados a unirse a las filas de los viles pochos, los otros huérfanos olvidados del estado nacional mexicano. Y así cuando yo crucé la frontera comencé mi proceso inadvertido de pochoización o de des-mexicanización. Al llegar a los Estados Unidos hice sin saberlo algo que resultó una conducta tabu: empecé a andar con los chicanos (mexicanos-americanos politizados) y a escribir en spanglish (la lengua de los pochos) sobre nuestra identidad híbrida demonizada en ambos países – la única identidad que conocía mi generación. Me dí cuenta de que una vez que se ha cruzado la frontera no se puede nunca regresar realmente. Cada vez que lo intenté, terminé «al otro lado» como si estuviera caminando en la faja de Moebius. Mis ex-paisanos del lado mexicano de la línea se esmeraron en recordarme que ya no era «un verdadero mexicano», que algo, un diminuto y misterioso cristal se había roto en mi interior para siempre. A los cinco años de estar «retornando», yo había olvidado, en su opinión, el libreto original de mi identidad. Aún peor, yo había «naufragado» al otro lado (Octavio Paz había usado esa significativa metáfora en un ensayo muy controvertido que encolerizó a la intelligentsia chicana).

Durante décadas el gobierno de los Estados Unidos y el PRI de México habían estado inmersos en una obstinada partida de ajedrez de nacionalismo autodefensivo. Ambos lados veían la frontera entre ellos como una línea recta y no como nosotros, la faja de Moebius, un callejón sin salida, no una intersección. Para los Estados Unidos la frontera era el alarmante comienzo del Tercer Mundo dantesco y por eso «la zona más sensitiva de la seguridad nacional». Para México la frontera era un muro conceptual que marcaba los límites exteriores de la mexicanidad contra la poderosa otredad gringa.

Ninguno de los dos países entendía (o cada uno pretendía no entender) la importancia política y cultural de la inmensa migración mexicana que estaba teniendo lugar. En sus momentos más generosos, México nos veía a nosotros los migrantes como indefensos «mojados» a la merced del INS y con muy pocas excepciones no hacía nada para defendernos. A pesar de la jerga nacionalista de sus políticos, México tenía las manos atadas por los créditos de los patrones de Washington y por los compromisos secretos con los socios de negocios en el norte. Los gringos nos veían, según les convenía, como la fuente primaria de los males sociales y preocupaciones financieras de América, especialmente en épocas económicas adversas. Para decirlo de manera categórica, éramos percibidos como un puñado de criminales transnacionales, miembros de una pandilla, capos de la droga, bandidos mexicanos al estilo Hollywood y ladrones de puestos de trabajo, y éramos tratados correspondientemente. Un país estaba aliviado de que nos hubiéramos ido, el otro estaba atemorizado de tenernos. Afortunadamente, como éramos católicos, aceptábamos estoicamente nuestro limbo post-nacional. Después de todo, nuestra meta no era obtener felicidad en la tierra sino simplemente llevar una vida decente y enviar dinero a nuestras familias en México.

Ser mexicano «extranjero» en el sur de California significa despertarse cada día y, como un acto de voluntad contra todas las circunstancias, elegir seguir siendo un mexicano. Nos gustara o no, nos volvimos parte de una cultura de resistencia. Simplemente parecer «mexicano» o hablar español en público era ya en sí mismo un acto de desafío político.

Nuestra posición frente a la tendencia principal de la cultura de California era paradójica, para decir lo mínimo. Estábamos en todas partes y en ninguna. Éramos tanto la «minoría» mayor en el Estado y la última representada en las jerarquías de poder. Éramos la espina dorsal indiscutible de la economía y un espectro horroroso en la imaginación de los anglos. Éramos el romántico telón de fondo de California y su cocina favorita y, al mismo tiempo, éramos para ellos un temor epopéyico.

Si no hubiera sido por los chicanos y otros latinos estadounidenses yo hubiera muerto probablemente de soledad, nostalgia e invisibilidad. Los chicanos me enseñaron una manera diferente de verme a mí mismo como artista y ciudadano. A través de ellos descubrí que mi arte podía llegar a ser el medio para explorar y reinventar mis múltiples e inestables identidades (algo que hubiera sido impensable en México). Gracias a esta epifanía comencé a verme a mí mismo como parte de una amplia cultura chicano-latina que se reinventaba continuamente. Ya no era el inmigrante nostálgico que anhelaba regresar a su mítica patria. Aprendí la lección básica de «El movimiento»: empecé a vivir «aquí» y «ahora», a asumir mis nuevas íntimas contradicciones y mi proceso incipiente de politización como miembro de una muy evocada «minoría»; empecé a «reterritorializarme». Y así comenzó mi proceso de chicanoización.

Durante una década rigurosos chicanos nacionalistas exigieron de mí altos tributos y tuve que someterme a minuciosas investigaciones de identidad y a exámenes de sangre. Mi deseo de «pertenecer» pesaba más que mi impaciencia y yo esperaba estoicamente mi «conversión». Durante este tiempo me ví agobiado por una difícil situación existencial que me hizo derramar muchas lágrimas, crear performances llenas de patetismo y entregarme a reflexiones obsesivas. ¿Cómo dar fundamento a mis múltiples repertorios de identidad en un país que ni siquiera me consideraba un ciudadano? Cuáles son los factores cruciales que determinan el grado de chicanoización? ¿Es el tiempo recurrido como mexicano politizado en los Estados Unidos o el compromiso de largo plazo con nuestras fundamentales instituciones y causas? ¿Había ya llegado a ser un verdadero chicano? Y en este caso ¿cuándo exactamente había sucedido eso? El día en que me arrestaron por responder con insolencia a un policía o el día en que murió mi padre y se rompió para siempre mi cordón umbilical con México? ¿Sucedió quizás cuando mis ex-paisanos mexicanos comenzaron a verme como otro?

Hoy, después de 24 años de cruzar esa maldita frontera en ambas direcciones, a pie, en auto y en avión, cuando escribo este texto me pregunto si importa siquiera todavía cuándo sucedió. En este momento me doy cuenta de que el espacio entre mi remoto pasado mexicano y mi futuro chicano es inmenso y que mi identidad puede zigazguear libremente entre uno y otro.
Al fin al cabo, han sido mi arte y mi literatura lo que me ha otorgado la plena ciudadanía que ambos países me negaban. Yo inventé mi propio país conceptual. En la «cartografía invertida» de mis performances y escritos, los chicanos y los latinos estadounidenses se han vuelto la cultura dominante con spanglish como lengua franca, mientras los anglos monoculturales (waspbacks o waspanos [wasp = white anglo-saxon protestant]) son una minoría en reducción continua, incapaces de participar en la vida pública de «mi» país por su renuencia a aprender español y a abrazar nuestra cultura. En mis performances, mis colegas y yo invitamos primero a «todos los inmigrantes y gente de color» a entrar al teatro o al museo, luego a «a toda la gente bilingüe y a las parejas interraciales» y finalmente a «todos los anglos monolingues». Empezamos a tratar a nuestras audiencias como «minorías exóticas» y como extranjeros temporales en «nuestra» América. En nuestra concha asumimos un centro imaginario y desplazamos a las márgenes a la cultura dominante.

Los críticos de arte describen esta radical epistemología como «antropología invertida» y como «arte chicano ciber-punk». Para mí no es otra cosa que una forma humorísticamente exaltada de realismo social.

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